Daniela Alcívar Bellolio, Giovanna Rivero, Elsa Drucaroff, Juan José Becerra, Arelis Uribe, Edgardo Scott, Michelle Roche Rodríguez, Claudia Ulloa, Gonzalo Baz, Marina Closs, Martín Kohan, Pedro Crenes Castro, Lina Vargas, Amara Moira, Daniel Mella, Jennifer Thorndike, Susy Shock y Nayareth Pino Luna.

Siento que la llamada “cultura de la cancelación” es algo que permanece bastante ajeno aún a la realidad latinoamericana. Creo –a menos que ande muy despistada– que en nuestro campo cultural no existe en sentido cabal un libro que haya sido “cancelado”. Generalmente, la idea de la cancelación es una hiperbóle que usan algunos escritores canónicos para victimizarse y colocarse arbitrariamente del lado de la tan sonada incorrección política que ellos, de algún modo bastante intricado, quieren ostentar como un patrimonio de rebeldía y resistencia ante una sistema opresivo. Lo curioso es que muy comúnmente estos escritores son los detentores de los puestos jerárquicos (en academias, medios de comunicación, grandes editoriales) que determinan, unilateralmente y según conceptos vetustos y conservadores, qué cosa es la “buena” literatura, cuál es el “verdadero” papel del intelectual en determinado campo cultural, etcétera. Cancelación es, para ellos, cualquier tipo de respuesta que contradiga lo que entienden como verdades absolutas con respecto al arte o la literatura, o cualquier tipo de crítica que se les pueda formular a sus textos desde perspectivas diversas como la de género, que es fundamentalmente un lugar de enunciación política (con toda la complejidad que tiene la palabra). Lo político, palabra que a estos señores los horroriza, porque los amenaza.
Aclarado ese punto, sí creo necesario posicionarme a favor de la libertad como principio de la escritura. Creo que esa instancia, la de escribir, debe preservar siempre un caudal de fuerza actuante –lo otro del lenguaje que se resiste a comunicar– que no remita ni dependa de ninguna consigna exterior a sí misma, lo cual no quiere decir, en ningún caso, que la vida y el mundo sean ajenos a la ficción –opino exactamente lo contrario–, sino que ninguna matriz moral, estética o editorial, ninguna doxa, ningún dogma debe predeterminar los derroteros de eso que aparece cuando una escribe. La escritura es forma, su fuerza política reside precisamente en su forma, en la manera en que presenta modos inauditos de mirar y habitar el mundo, y eso –tanto para quien escribe como para quien lee– depende enteramente de un despojo de determinaciones preexistentes al ejercicio profundamente ético e incierto de la escritura.
Daniela Alcívar Bellolio (Ecuador)

Entiendo que la cancelación forma parte de los distintos frentes de batalla que los movimientos sociales, especialmente los feminismos, enfrentan en busca de una justicia histórica no solo inmediata o actual, sino también retrospectiva, reparadora. Con respecto a la tendencia a la revisión, me parece necesario e importante releer los contenidos culturales para denunciar, dado el caso, su misoginia, racismo, fascismo o su violencia contra sujetos en distintos tipos de desventaja. Creo que los daños sobre la simbolización de los sujetos no tienen fecha de expiración. Sin embargo, también creo que eliminar, borrar, por ejemplo, Lolita, de Nabokov, de los circuitos de lectura para penalizar al autor por la naturalización o la propaganda de los impulsos pedófilos del protagonista aparta también la oportunidad de hacer, precisamente, una lectura crítica desde otros sistemas de creencias. Mucho se ha luchado en defensa de la memoria como herramienta de justicia y de victoria sobre los crímenes de lesa humanidad como para renunciar ahora a su poder. Salvando las enormes distancias, lo que quiero decir es que la barra que tacha ciertos contenidos repudiables también puede debilitar el músculo de la memoria, la capacidad de mirarnos como lo que somos, una humanidad tremendamente imperfecta, que ha dado demasiado lugar a la energía ominosa de la sombra. Creo que es con los debates abiertos que desata la memoria como se sanan las heridas históricas. 
Con relación a mi escritura, la verdad es que no he experimentado la autocensura en este sentido. Ahora, es posible que los bloqueos creativos sean parte de un tipo de autocensura, el temor a tocar fibras sensibles, controversiales, y entonces, claro, la escritura se te cierra, pero honestamente, o no he sido capaz de reconocer esa tarjeta roja o de distinguir a una vocecita interior asustada que tal vez dice: “Esta acción del personaje así, de esta manera, no la podés contar; te cancelarían”. Cuando estoy muy sumergida en un mundo, cuando el personaje ya respira por cuenta propia, lo único que puedo abrazar es la más peligrosa libertad. Si me encuentro conscientemente regulando lo que escribo por lo que pueda pasarme, a mí, o a mis libros, entonces, quiere decir que ya he dejado de ser una escritora.
Giovanna Rivero (Bolivia)

Soy una persona con una posición política pública desde hace muchísimos años. Mucho antes de que se pusiera de moda el feminismo, soy feminista y marxista. La literatura, como cualquier arte, no es un territorio para contestar preguntas ni para difundir posiciones políticas sólidas, consolidadas y ciertas. La literatura, como todo arte, es un territorio para hacer preguntas incómodas, para poner en jaque, incluso, mis propias convicciones. Ese es el motivo por el que puedo admirar obras de arte que tienen contenidos ideológicos en contra de mis propias convicciones. En el arte no busco que me confirmen lo que yo ya sé, busco que me sacudan, que me hagan preguntas, después puedo hacer muchas cosas con esas preguntas. Puedo señalar también las ideologías conservadoras, la misoginia, el antisemitismo; eso no le quita mérito, es un componente más. Las obras de arte se escriben con procedimientos conscientes, pero también con materiales del inconsciente y no solo del inconsciente personal del artista, sino también de la sociedad, de todos esos temores, horrores, fantasías, espanto, oscuridades y a veces también luminosidades, que están en el corazón de lo social. Por eso, la misión de una obra no es bajar línea. En todo caso, en principio la misión de la obra es ser gratuita, y esa gratuidad es maravillosa porque le permite cumplir un montón de funciones.
Es evidente que me parece ridículo, deleznable, cancelar una obra de arte en el nombre de algún tipo de ideología, incluso la mía. Me parece interesante abrir preguntas, y abrir debates, pero no para condenar las obras al infierno, no para censurarlas, no para indicar que no se lean, no para negarles la potencia que puedan tener. Lolita, de Nabokov, tiene una potencia extraordinaria. Prefiero vivir mil veces leer Lolita que leer una novela que hable del abuso sexual a una niña como yo hablaría /como se hablaría en la vida real. Las obras no son de la vida real, y en el territorio de la ficción, insisto, se abren preguntas que a veces son muy incómodas, y que o no tienen respuestas, o tienen muchas. 
Por lo tanto, no me importa que cancelen, que no cancelen, que cataloguen mi obra de correcta o incorrecta. Yo escribí siempre desde mis certezas y mis dudas al mismo tiempo. Mis obras están marcadas, por supuesto, por mis posiciones políticas, pero también están marcadas por muchas preguntas a esas posiciones políticas. Generalmente, cuando las obras se juzgan desde la moral lo que se pone en juego es la mala fe, el juicio está más atravesado por el goce de prohibir y por el goce de levantarle el dedo a la prójima o al prójimo, que por una real sensibilidad artística. Esto hace muy mal al arte, a la creación. 
En mi escritura, esta nueva policía moralista disfrazada de progresismo no me afecta. Pero ojo, todo esto que pienso vale para la ficción. El ensayo es otro territorio en el que una sí es responsable de lo que afirma y lo que defiende. Igualmente, no creo que ninguna obra, tampoco los ensayos, tengan que cancelarse. En todo caso, habrá que responder con otros argumentos.  

Elsa Drucaroff (Argentina)

“Parece” es la palabra clave. Si nos parece que se puede cancelar la literatura bajo la presión de una lectura “correcta”, entonces, veremos un espectáculo indeseable en el que parece que alguien lee algo (sin hacerlo) que de lejos pareciera ser literatura (sin serlo).
La cancelación es un eufemismo, un reemplazo avergonzado de la palabra “prohibición”. Se utiliza en las maniobras de juicio moralista que son una tradición de las fuerzas sociales conservadoras. El alcance de su eficacia es cero, a veces menos diez, dado que la voluntad de cancelación deriva afortunadamente en amplificación de lo cancelado. ¿O no es la cultura de la prohibición, de la que viven las culturas aceptadas, la que hizo posible la prosperidad marginal e inolvidable del género literatura prohibida?
En cuanto a mí, cuando escribo no me importa nada. No temo, no pienso en nada, es decir que escribo sin registro del contexto (a veces, despreciando el contexto).
Juan José Becerra (Argentina)

Esta pregunta está directamente relacionada con el debate sobre si es posible separar obra de autor. Soy del bando que no separa, que defiende que lo personal es político, que lo íntimo está intrincado con la historia universal. Michael Jackson era pedófilo y su música es genial, Pablo Neruda ganó el Nobel de Literatura y entre sus páginas hay un relato de no ficción en primera persona que describe un abuso sexual. Creo que hay que estudiar el arte y quién produjo la obra, indisolublemente. Me parece que aunque es personal la decisión de consumir o no productos creados por figuras problemáticas, la discusión sobre esas personalidades y su obra debe ser un debate colectivo. La política de la cancelación desvía mi disposición político-afectiva de esas voces señaladas con el dedo. Y solo escribo partir de lo que leo. Eso me parece bien. Nunca podré leer todos los libros del mundo; por eso, he de elegir muy bien qué leer. Prefiero esquivar a Neruda y leer a Gabriela Mistral.
Arelis Uribe (Chile)

Primero, lo que llamamos “cancelación” o “cultura de la cancelación” es simplemente censura, solo que, como bien sabemos, cada época recubre las palabras de una connotación particular. En este caso, la cancelación es el nombre que le asigna el discurso de poder contemporáneo a una censura que el poder siempre ejerció –un poder foucaultiano, que no reside en nadie en particular, sino que está distribuido y operado en cada uno de nosotros–. El poder que entonces “cancela” es el mismo que promueve y aporta los valores morales, después juzga y el que aplica la sanción; la cancelación es una sanción (como lo es el escrache, la caza de brujas, el macartismo). De modo que hay que pensar cómo funciona la censura en esta época y en ese sentido al vivir en estas voluptuosas democracias, en este “mundo libre”, donde la censura opera primero como una autocensura. El discurso de poder designa qué es lo que no conviene decir o cuestionar, pero, sobre todo, lo que sí conviene decir, apoyar y suscribir. El discurso de poder primero alienta, arenga a decir, y solo después reprime lo dicho.
Pero, volviendo a la pregunta y en primera persona, mi escritura se ve atravesada en tanto, como decía Sartre en aquel mítico discurso de “Littérature et liberté”, el escritor es responsable de la libertad humana. Suena grandilocuente, épico, pero es así. Solamente hay que saberlo escuchar y leer. Así, tanto en la ficción como en las intervenciones “de campo”, siempre trato de identificar cuáles serían las concesiones, quiénes son los enemigos, porque –una vez más Sartre– no hay libertad abstracta, solo concreta. Intento que lo que escribo –siempre acechado y acosado, pero, sobre todo, condicionado por esta censura de época– no solo esquive esa censura, sino que la combata, la identifique, la critique y la venza. Por suerte, todo esto que parece tan consciente, tan programático, humanista, bienintencionado y hasta aburrido la literatura lo hace con sencillez cuando tenemos la suerte de que nos ocurra.
Edgardo Scott (Argentina)

Temo a la cultura de la cancelación como a una enfermedad contagiosa. El fenómeno de boicotear a cualquiera por redes sociales o en la realidad por haber expresado opiniones cuestionables o hecho cosas que merecen censura es menos importante que el uso que de esta herramienta hacen las élites de siempre. Porque la cancelación es parte de la dinámica de las redes sociales y estas son manifestaciones del capitalismo contemporáneo. Porque se trata del número de seguidores. Nadie censura al desconocido, en la mayoría de los casos la boicoteada es una persona polémica o popular. Por eso, su efecto es una onda expansiva que se extiende hasta lugares ignotos.
Como no me considero popular, mi escritura no sufre las transformaciones afines con mi temor a la cancelación y este queda a salvo en la privacidad de mi cuenta de Twitter. No soy la clase de persona a quien las multitudes quisieran cancelar: algunos pueden encontrar mis opiniones incómodas y por eso no me aprecian, pero esto se debe a mi interés en encontrar las grisuras en las posiciones maniqueas. Una alegría del existir en la opaca periferia es que la cancelación es el último de mis problemas.
Michelle Roche Rodríguez (Venezuela)

Ahora que respondo a esta pregunta pienso que, aunque no lo quiera y trate de evitarlo, que sí, que mi escritura sí se ve afectada por este “contexto”, por llamarlo de una forma.
El hecho de aceptar esta invitación a reflexionar sobre este tema ya es de por sí una manera de entender –y aceptar– que sí, lo que escribo se ve afectado. Sin embargo, eso ha sido así siempre porque siempre he pensando que al escribir debo olvidarme del lector; y no quisiera que esto suene como una cuestión de desprecio hacia la persona que fuera a leerme. Naturalmente sé que estoy escribiendo para un lector (o varios), pero nunca por él o a través de él, nunca para complacerlo ni tampoco para provocarlo; simplemente, trato de pensar que no hay nadie más allá de las palabras que voy ordenando en el texto. Procuro pensar que tampoco escribo por mí o para mí, no quiero sentir la escritura como una obligación o una recompensa porque no lo es, no es una palmadita que me doy en el hombro a mí misma, no; más bien, cada vez más siento y me parece que es todo lo contrario. Escribir es un constante desencuentro con el mundo y un recordatorio de la insatisfacción. 
Por estos días tuve que releer algunos cuentos que escribí hace varios años ya (más de diez, algunos) para una reedición y pensé que, si los miraba a través de ese cristal de “lo cancelable”, muchísimas situaciones que se narran en estas historias dentro de este contexto o, mejor dicho, sacadas del contexto de la misma historia, de la voz del personaje, de las palabras escritas, quizá sí se podrían mandar a quemar; algunas líneas al menos. 
Hace poco terminé de escribir una historia que involucra la muerte de un perro. Durante el proceso de escritura pensé en esto de la cancelación, pero lo puse en el mismo cajón mental de “esto también lo va a leer mi familia”. Tengo ese cajón desde que empecé a escribir (en la adolescencia) y sé cerrarlo bien. Cuando hablo de olvidar al lector, hay que olvidarse también del lector cercano, con el que compartimos espacios o sangre. Hay que olvidarse, sobre todo, de uno mismo. 
Claudia Ulloa (Perú)

No recuerdo momentos en los que la posibilidad de cancelación me haya obligado a tomar decisiones sobre mi escritura. Sí creo que los cambios culturales y políticos de los últimos años, los movimientos feministas y las denuncias masivas de abusos han influenciado a toda la generación de quienes empezamos a publicar en la década de 2010. Menos certezas, muchas preguntas y, por momentos, la sensación de caminar sobre un territorio inestable donde distinguir la obra de su creador muchas veces puede generar problemas. Esta literalidad que se distancia de la ficción tradicional, donde los personajes tienen cierta autonomía moral, hace que se lea diferente. Desde hace un tiempo, parece que la pregunta más importante que se le puede hacer a un autor es: “¿Qué tan autobiográfico es lo que escribiste?”. Y la respuesta habilitará (o no) un modo de evaluación enfocado en el autor o la autora por sobre su obra. Esa dificultad para hablar de la obra en sí me parece que atraviesa mucho más las formas en que leemos y escribimos que las estrategias utilizadas para combatir el sexismo, el racismo y las relaciones abusivas de poder presentes en la industria cultural.
Gonzalo Baz (Uruguay)

No uso mucho las redes sociales, entonces, quizá no soy consciente de las dimensiones del fenómeno y tampoco estoy segura de entender cómo funciona. En todo caso, parto de esta parcial ignorancia para responder: no suelo escribir pensando que alguien real va a leerme. Recién asumo que alguien real va a leerme cuando es totalmente inminente. Creo que, en parte, no uso las redes sociales por lo molesto que me parece tener que adecuar lo que uno quiere decir al montón de gente que está compulsivamente aprobando o desaprobando. Es obvio que no es un contexto muy propicio para ser sincero. Una vez que tengo algo escrito y, casi diría, encerrado en sí mismo, lo muestro (con bastante miedo, la verdad, pero prefiero tener miedo a censurarme, al menos por ahora). Creo que la cultura de la cancelación es solo una extensión de la cultura general del castigo. Lo que tiene de terrible a veces me parece casi inevitable: la gente siempre se va volviendo horrible en pos de un ideal de justicia. 
Marina Closs (Argentina)

En efecto, son tiempos de censura, vigilancia, represión. Pero los ha habido peores. Ya sabemos lo que se busca en esos casos: amedrentar, controlar. Y sabemos que la autocensura es un ideal represivo. Hay que tratar de sustraerse y escribir, eso es todo. Y dar los debates sobre el tema, donde quepa.
Martín Kohan (Argentina)

Como todo virus, la cancelación tiene, tal y como lo percibo, dos variantes. Por un lado, están los escritores que no quieren desagradar y son complacientes, comprometidos con lo políticamente correcto, hasta degradar su oficio con tal de no enfadar a sus “likers” y no sufrir la ira de aquellos que son capaces de ponerlos fuera de las redes y hundirlos en la miseria virtual más terrible.
Por otro lado, está el lector cancelador, que se dedica a perseguir los “pecados” de todos en todos los tiempos, y que pretende señalar lo malos que eran todos hasta que llegaron ellos, y no pasarles nada por alto a ninguno de los “clásicos”. Esta degradación de la lectura es de la que nos enseña a huir, aunque no sea de manera explícita, mi querido Ricardo Piglia en El ultimo lector. Creo que en ese ensayo tenemos unas de las mejores claves para ser más que meros lectores, y desmonta muy bien esta locura de la cancelación.
Mi escritura no puede vivir pendiente de los canceladores, no se puede escribir temiendo al qué dirán los hipotéticos lectores. Las historias son libres, necesitan ser contadas de una o de otra forma, y no pueden falsearse los escenarios ni los tiempos en los que transcurren. Lo peligroso de eliminar lo torcido y lo políticamente incorrecto de nuestras historias es que terminaremos por contar un pasado que nunca fue, nos quedaremos sin memoria de lo que fuimos, y con altísimas probabilidades de que terminemos siendo como no fuimos. Leer y escribir cancelando es vivir con un miedo estético y moral que amenaza con convertirnos en seres desprovistos de la más elemental memoria.
A la literatura se viene llorando, se viene con la piel gruesa y la conciencia firme. Al escritor le toca hacer bien su trabajo. Luego vendrán los editores, y hay muchos todavía que siguen creyendo en la libertad. Ser escritor es sostener sobre el mundo una mirada distinta de la que solo nosotros somos responsables y no podemos ceder al miedo a no ser publicados: no se puede servir a la literatura y a las masas.
Pedro Crenes Castro (Panamá)

Quizá lo primero, lo más elemental, que intento cumplir en el periodismo, que es mi forma de escribir, sea no inventar nada: escribir sobre aquello que yo misma presencié; reconstruir un acontecimiento o un episodio en la vida de alguien a partir de testimonios expertos, documentos o testigos de primera mano. Creo que atender a eso ha funcionado, me ha brindado cierta seguridad. Algunas cosas han cambiado con los años: la irrupción de temas de género, medioambiente y movimientos sociales no como artículos sueltos y esporádicos, sino como maneras de abordar la agenda pública; el uso del lenguaje inclusivo, por ejemplo, que celebro. Quiero decir, si una fuente se identifica como no binarie, no encuentro ningún motivo para no citarla de esa manera. Quiero decir, jamás alegaría que es pedir demasiada corrección. Para entrar a la cancelación, diría que (a diferencia del histórico escrache político o de la acción directa de un grupo de mujeres que denuncia violencia de género o abuso sexual) me parece un terreno de fronteras difusas. ¿Cómo surge una cancelación? ¿Dónde se origina y en qué ámbitos ocurre? ¿Quién la promueve y hacia quién? ¿Hacia celebridades culturales, deportivas o políticas? ¿Hacia obras literarias porque en ellas los personajes cometen crímenes o faltas morales? ¿Qué tan efectiva resulta si, tal como dicen ustedes, “todo puede ser cancelado”? La falta de una respuesta certera a estas preguntas me impacienta. La cancelación existe y, en ese sentido, atraviesa mi escritura –periodística–. Al tiempo, y esto es otra inquietud latente, no estoy convencida de que sea parte de la realidad; siento a veces que la realidad, que puede ser tan atroz, va por otro lado. 
Lina Vargas (Colombia)

Escribir es un sueño que llevo conmigo desde muy joven y siempre me pareció necesario que mi sustento no fuera de la venta de libros, sino de alguna otra ocupación. ¿Por qué? Básicamente, para poder dedicarme sin miedo al desafío de escribir: no quería que mis ingresos dependieran del éxito de las ventas, ya que esto, de una forma u otra, terminaría afectando la autonomía con la que quería ejercer esta profesión. Al necesitar vender bien, el riesgo de terminar vendiéndome a mí misma era grande, y sucedería si comenzaba a escribir lo que ellos querían que escribiera o abandonaba soluciones estéticas complejas en nombre de un público más amplio. Con el surgimiento de la cultura de cancelación, estos principios que guiaron la construcción de mi trayectoria literaria cobraron aún más sentido. Nunca ha habido tanta prisa por interpretar obras, nunca ha habido tanta disposición al reduccionismo crítico. En consecuencia, espero ganar cada día más autonomía en mi trato con las palabras, espero que mi escritura dependa cada vez menos del reconocimiento público. Escribir es mucho para mí y también para mi realización personal. Dicho esto, lo que mi trabajo significará para los demás es más un problema de ellos que mío.
Amara Moira (Brasil), traducido por Gabriela Estrin

Una de las primeras cosas que aprendí cuando empecé a escribir fue que debía hacer caso omiso a toda voz que intentara decirme lo que no podía hacer. Lo experimenté a los diecinueve mientras escribía mi primer libro. Yo no sabía que eso iba a terminar publicándose. Al principio, ni siquiera sabía qué era lo que estaba escribiendo, pero fueron acumulándose las páginas y en cierto momento, por supuesto, empecé a fantasear con que podía terminar convirtiéndose en un libro, en parte porque me gustaba lo que estaba saliendo, en parte porque todo el que escribe algo, por más que se trate de un diario privado, se hace la pregunta inevitable de qué sucedería si alguien leyera eso. En lo que yo estaba escribiendo, aparecían mis padres de forma muy distorsionada y bastante desagradable. Al padre del narrador se lo reconocía por el tamaño de su ausencia. Era un gran hombre espiritual, líder de una iglesia, y se había ido a Brasil a formar parte de un congreso religioso. La madre, por su parte, estaba muy enferma y convalecía durante todo ese lapso al cuidado del hijo, que le cortaba la medicación, la llenaba de tranquilizantes y la dejaba morir. Luego viene una escena de incesto necrofílico. Obviamente, los primeros lectores en los que pensé fueron mis padres. Creí que leer eso los destruiría. También pensé en lo que dirían otras personas, cualquier otra persona, qué pensarían esos otros imaginarios de mis padres y qué pensarían de mí: ¿que era un loco, un asesino, un perverso sexual? Si yo borraba o atenuaba todo aquello, el libro cambiaba para peor y hubiese cometido una traición en contra del texto y en contra de mí mismo, fue lo que concluí en ese momento, con una sensación de certeza total.
Así que la regla es ignorar las voces que te quieren “cortar el viaje”, como suele decirse por acá. En mi experiencia, esas voces no desaparecen nunca. Solamente aprendés a tratar con ellas. Si escuchás lo que tienen para decir, te das cuenta de que casi siempre están cargadas de moralismo y de que casi nunca provienen de una mirada preocupada por el hecho estético. Creo que si te concentrás en serle fiel al texto que estás escribiendo, cualquier pregunta moral que te puedas hacer con respecto a lo que estás escribiendo pierde importancia por completo. Nunca tuve un editor que me quisiera recortar un texto para que fuera menos ofensivo, quizá porque he publicado en editoriales relativamente pequeñas, de alcance reducido. Supongo que a otros les debe suceder, no conozco casos cercanos. Me enteré, por supuesto, de lo que quieren hacer en los Estados Unidos con Huckleberry Finn y me parece una tontería, pero no me da miedo, en el sentido de que no van a estropear a Huckleberry Finn para siempre. Ningún gran libro fue ni será estropeable. Por un tiempo, quizá se impriman ejemplares sin la palabra nigger, pero todo, a su debido tiempo, será restablecido a su orden original. Toda clase de obras se han censurado y recortado a través de los siglos según la tendencia del momento. Son breves lapsos de idiotez colectiva, luego salimos del trance, siempre funciona así. Que se metan con los libros todo lo que quieran. Miento, una vez me pidieron que recortara buena parte de una nota para el blog de una librería por razones de corrección política. En la nota yo establecía ciertas comparaciones entre Elizabeth Smart, la autora de En Grand Central Station me senté y lloré, y una muy reconocida poeta y novelista de mi país, y era como comparar a un gigante con un pigmeo. Con esa plata hubiera comido tres días, me hubiera venido de perillas, pero me negué a tocar la nota y jamás volví a escribir para el blog. Si la nota me hubiese importado realmente o si hubiese estado realmente buena, me habría esmerado por publicarla en alguna otra parte, pero no estaba tan buena y se trataba tan solo de una nota para un blog y de una nota por encargo, y al final llegué a pensar que era mejor así, mejor que aquello nunca viera la luz, menos mal que me la habían censurado. Y lo sigo pensando. Dios bendiga el corazón bienintencionado del oscuro editor de aquel blog; si uno va a meterse en líos, al menos que sea por algo que realmente valga la pena.
Daniel Mella (Uruguay)

Sigo creyendo que la literatura es el espacio de la libertad y, cuando escribo, lo hago pensando en el texto, en qué estoy cuestionando de la realidad y en qué quiero expresar. Todo esto al margen de lo que suceda después de la publicación. Desde siempre, lo que sucede con el libro cuando está en manos de los lectores ha sido un gran interrogante, no hay certezas por más de que uno se proponga ciertos objetivos. En mi caso, siempre trato de escribir pensando que mi historia va a causar incomodidad en el lector. Esto quiere decir que lo va a enfrentar a una situación que existe en la realidad y que quizá prefiere ignorar o no ver. Enfrentarnos a lo que nos pone verdaderamente incómodos es la única manera de poder reflexionar y buscar las razones por las cuales nos sentimos de esa manera. Y ahí es donde está el potencial para cuestionar la forma en que se nos ha enseñado a pensar y actuar. Con ese objetivo en mente, escribo. Siento que mi relación con el lector se basa en provocar respuestas emocionales que quizás antes no ha percibido. Eso lo va a llevar a detenerse y observar, pensar y reflexionar. 
Jennifer Thorndike (Perú)

Yo escribo desde lo travesti, que es lo que soy. Y nosotras tenemos nuestra propia agenda. Tuvimos que hacerla –por suerte, finalmente– al no estar contempladas en nada. Nada nació contemplándonos, ni siquiera esas cosas que después nos dieron herramientas, como el feminismo, nacieron pensando en un cuerpo travesti. Entonces, nosotras hicimos otra agenda, y eso fue quizá lo mejor que nos pudo pasar. Porque esa idea de pertenecer, que tan desesperadamente pregonamos para incluirnos, termina siendo una trampa feroz. Porque caemos en las mismas lógicas de sospecha, en todos los fracasos. Entonces, quedémonos afuera de todo y mantengámonos ahí, inclusive a la hora de activar grupalmente, políticamente. No le demos al mundo más que una pedagogía travesti, que es lo que nos trajo hasta acá, que es lo que sospecha, en todo caso, al resto. 
Pero no tiene que ver con cancelación, sino con pensar lo nuevo, o poner el barco hacia nuevos horizontes. No sabemos qué nos vamos a encontrar, y a esta altura del partido casi parece una estupidez hablar de futuro cuando nos están aniquilando el planeta, cuando los poderes de siempre nos están dejando sin futuro. Por eso creo que hay que ir por todo y no perder tanto el tiempo en estas estupideces. No perder el tiempo en atender solo a las faltas, sino en proponer ir a buscar, arrancar la fruta del árbol, sembrar lo que falta, repartir lo que otro tiene acumulado y le sobra, abrir el juego, preparar la olla para que comamos todas. Basta de pavadas. 
Susy Shock (Argentina)

Escribir para mí es ser capaz de trazar una ética específica. Cuando esa pregunta es un horizonte en tu propuesta literaria, me parece que la cultura de la cancelación no debiera ser un problema. No hablo de evadir temas complejos, sino de articular formas en que la literatura dialogue con esos tópicos. Lo último que hice antes de entregar el manuscrito final de mi novela Mientras dormías, cantabas fue escribir un ensayo sobre esta, tensionando aquellos elementos que podrían ser cuestionados desde las éticas que me importa sostener: el feminismo, la cuestión de clases, la representación del poder, el imaginario latinoamericano. Sin duda, encontré nudos problemáticos que intenté resolver con las posibilidades que entrega la propia literatura. No se trata de enarbolar un discurso buenista, didáctico, sino de encontrar las posibilidades discursivas en la misma narrativa: interrogar a sus personajes, cuestionar los giros dramáticos, detenerse a pensar y repensar el lenguaje. La ética de la literatura se cuestiona y avanza a partir de la lengua, ese es su domicilio político.
Nayareth Pino Luna (Chile)

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